ESTÉTICA DE LA MÚSICA

ESTÉTICA DE LA MÚSICA
La teoría de los afectos de la Antigüedad y de la Edad Media no sería por tanto una “estética de la expresión”. Los afectos, como fórmula Isidoro de Sevilla, son “movidos”, es decir, “repercutidos”, no “manifestados”. Y también la fórmula convencional en el siglo XVII y principios de XVIII según la cual el fin de la música es “affectus exprimere” se malentendería si al hablar de “expresión” se pensara en manifestación de la excitación emocional del compositor o del intérprete. Los afectos se representaban, se retrataban, pero no se “extraían del alma”, no se exprimían desde el interior agitado.
Los efectos maravillosos que en la Antigüedad partían de la música, suscitaron la envidia de los humanistas italianos de los siglos XVI y XVII, cuya veneración por los antiguos les prohibía el pensamiento consolador de que la intensidad no pocas veces se tiene que pagar con primitivismo. Los sonidos, entendidos como estímulos en sentido fisiológico-psicológico, desatan reflejos, excitan sentimientos que el oyente no objetiviza, sino que percibe inmediatamente como los suyos propios, como intromisión en su estado anímico. El oyente se siente expuesto a la música, en lugar de mantener la distancia estética ante ella.
En las investigaciones y especulaciones estético-médicas que desde la Antigüedad se han ocupado de aclarar los “maravillosos efectos” de los sonidos, ha sido el concepto de movimiento el que ha proporcionado la conexión entre la música y afecto o ethos. Los movimientos de los sonidos desatan por simpatía los del alma (un alma que a veces se representa bajo la imagen de un instrumento de cuerda) y se hallan sometidos a las mismas leyes que los estímulos psíquicos.
La estética de la imitación del siglo XVIII, de la cual Charles Batteux ofreció la versión más rigurosa y eficaz, entendía la expresión musical de los afectos como representación, descripción de pasiones. Al oyente le corresponde el papel del espectador relajado, del observador que juzga sobre la semejanza o desemejanza de una pintura. Ni el oyente se halla expuesto él mismo a los efectos representados musicalmente, ni tampoco el compositor revela su agitado interior en una manifestación sonora de la que espera el asentimiento, la “simpatía”, del oyente.
La idea de que los sonidos son “signos naturales” de las emociones, una concepción que desde Dubos dominaba la estética musical, facilitó la transición del principio de representación al principio de expresión. La teoría de la imitación, que asignaba al compositor un papel de sereno observador, fue rechazada como teoría de miras estrechas y trivial por Carl Philipp Emanuel Bach, Daniel Schubart, Herder y Heinse. El compositor no ha de retratar pasiones, sino (como Schubart expresa en un lenguaje tan drástico como la opinión expresada) “expulsar su yo en la música”. Sólo el que se vuelve hacia sí mismo y crea desde su propio interior es “original”. El principio de originalidad requiere no la mera novedad, sino también y sobre todo que una obra de arte sea “verdadero desbordamiento del corazón”.
Decir que la música es o debe ser un “desbordamiento del corazón” corre el peligro de convertirse en justificación y excusa de un diletantismo entusiasta que considera sus insuficiencias técnicas compositivas como ventaja en lugar de sentirla como carencia.
Fuente: ESTÉTICA DE LA MÚSICA
Carl Dahlaus
Edition Reichenberger
Berlín 1996

Recensión Realizada por David Chacobo

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